Miguel Ángel Cruz Muciño*
La reforma que introduce el nuevo mecanismo para elegir juezas, jueces, magistrados, magistradas, ministras y ministros; marca un punto de inflexión en la historia del sistema de justicia del país. Este cambio redefine los mecanismos para la designación de quienes imparten justicia y plantea una pregunta esencial: ¿puede la democratización de la judicatura convertirse en un catalizador para acercar aún más la justicia a la ciudadanía y contribuir al fortalecimiento de la tutela jurisdiccional de los derechos humanos que hoy muchas y muchos juzgadores realizan?
Este proceso de transformación debe inscribirse como una oportunidad para privilegiar la posibilidad de que la justicia social alcance una dimensión que proteja derechos humanos de todas las personas y en especial de quienes más lo necesitan, como es el caso de niñas, niños, adolescentes y personas en situación de pobreza y vulnerabilidad.
El compromiso de muchas personas juzgadoras con estos principios ha permitido construir un legado judicial que demuestra que el derecho puede ser una herramienta real de reparación e inclusión. Este avance debe reconocerse, y es necesario continuar trabajando para la consolidación de un modelo judicial cercano, humano y participativo.
En este sentido, la reforma —lejos de ser un solo cambio en la integración de la judicatura— abre la puerta para contribuir en la reconfiguración de la función judicial como un espacio vivo de interacción entre ciudadanía y Estado, que responda a las necesidades sociales actuales con la aportación que pueden hacer el gremio de la postulancia y el sector académico. La decisión del pueblo -respecto de las personas que habrán de impartir justicia- debe centrarse en la selección de profesionales del derecho con una sólida preparación jurídica, sensibilidad social y compromiso con la protección de los derechos y libertades. Se requieren perfiles de operadores jurídicos que combinen formación técnica con capacidad para entender los contextos particulares de cada caso —como el género, la pobreza, la pertenencia a pueblos indígenas o la condición de vulnerabilidad en general — y que actúen en consecuencia, sumando a lo ya existente que ha sido construido a través de los diálogos judiciales estatales, nacionales e interamericanos.
El derecho no es simplemente un conjunto de normas estáticas, sino una herramienta viva y en constante evolución, diseñada para adaptarse a las necesidades y aspiraciones de la sociedad. Su propósito primordial es proteger la dignidad humana y garantizar que se respeten la dignidad y las libertades de todas y todos. La justicia debe transitar de la mano de la transformación que vivimos y que nos conduce hacia una realidad concreta, visible y accesible para todas las personas, como motor que impulse el cambio, fomente la equidad y consolide la cultura de respeto y participación ciudadana.
Finalmente, conviene subrayar que el verdadero éxito de esta reforma —hoy normativa vigente— se medirá en su capacidad de transformar el quehacer judicial. Casos paradigmáticos, como el de “Campo Algodonero”, Rosendo Radilla Pacheco o Valentina Rosendo Cantú, nos recuerdan la imperiosa necesidad de que todas y todos debemos trabajar juntos —hombro con hombro—, por una justicia para servir.
México tiene en sus manos una oportunidad histórica para demostrar que la justicia puede fortalecerse con la participación responsable de todas y todos; que puede convertirse en una de sus más claras expresiones de libertad y de presencia activa del pueblo en la transformación de nuestro destino como país. Una judicatura, que trabaje de la mano con quienes han consolidado los pilares de nuestro sistema judicial con vocación ética y compromiso social; es el camino para que el respeto a los derechos humanos sea nuestra realidad de vida.
*Abogado especializado en Derechos Humanos